MIEDO: A LA ENFERMEDAD

Dr. Edgardo Korovsky

Partamos del diccionario, que nos proporciona alguna definición: “Miedo” del latín mëtus, id. (Corominas). “Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Recelo o aprensión que uno tiene que le suceda una cosa contraria a lo que se desea.
Prueba de que “el miedo no es zonzo” es que sirve para prevenirse contra los peligros reales, en cuyo caso tiene un claro sentido protector. También puede surgir ante peligros imaginarios, o incluso, según el grado, puede tener una acción paralizante, lo que llevaría a quedar expuesto a lo temido. En el caso del miedo que aparece sin objeto (neurosis de angustia) o a un objeto que normalmente no debería provocarlo, y que determinaría una conducta evitativa, estaremos en el campo de la neurosis (fobias).
Por otra parte, es preciso reconocer, tal como lo dice el título de la jornada que hoy nos convoca, que es una realidad de nuestro tiempo con un claro sentido individual y social, al punto que podríamos decir sin que constituya una exageración, que con el miedo y la culpa se domina al mundo.
El propósito de esta comunicación es referirme a un miedo específico: el miedo a la enfermedad, que en medicina recibe el nombre de “Hipocondría”. Este término fue creado por Galeno referido a los dos hipocondrios, espacios laterales del abdomen por debajo del diafragma, lugares donde presuntamente tendrían origen las enfermedades; la describió caracterizada por abatimiento, desgano y flatulencia.
Según el DSM-IV (diagnóstico de los trastornos mentales), se define como hipocondría “a la preocupación y miedo a tener, o la convicción de padecer, una enfermedad grave a partir de la interpretación personal de síntomas somáticos, en donde la preocupación persiste a pesar de las exploraciones y explicaciones médicas, provocando un malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral y de otras áreas importantes de la actividad del individuo”. Por supuesto, nada obsta para que una persona con una actitud de preocupación hipocondríaca esté verdaderamente enferma, pero en estos casos lo habitual es que la enfermedad real adquirida difiera de la que el sujeto teme. Resulta
válida la investigación en todo paciente hipocondríaco para descartar la posible enfermedad real, pero también investigar el posible objeto interno temido “enfermante”, lo mismo que el sentido de la enfermedad temida, que puede poner en evidencia la identificación temida.
En una carta a Fliess de 1893, Freud describe la hipocondría como “ansiedad relativa al propio cuerpo”, y luego, en “Psicoterapia de la histeria” dice que “el término hipocondría queda siempre limitado por la conexión fija y prejuiciosa con el síntoma ‘miedo a la enfermedad’”. En el historial de Isabel de R., explica que un hipocondríaco no se fatiga de agregar detalles a la descripción de su dolencia. El hipocondríaco busca trabajosamente las expresiones adecuadas para describir su padecimiento, rechazando sistemáticamente los calificativos que se le propone para nombrarlos. El médico, frente a este paciente también siente que la descripción del cuadro le resulta insatisfactoria, tiende a restarle importancia al síntoma porque, a pesar de las quejas reiteradas, “este paciente no tiene nada”. Estos pacientes sienten que su lenguaje es demasiado pobre para dar cabal expresión a sus vivencias, y sus reiteradas quejas podrían ser comprendidas como el producto de su dificultad para simbolizar mediante el lenguaje verbal lo que expresa a través del lenguaje de sus órganos.
En el caso Schreber  Freud plantea la teoría de que tanto los síntomas de la paranoia como los de la hipocondría obedecen al mismo mecanismo: el de proyección. En la hipocondría, la idea intolerable es proyectada sobre un órgano interno que es vivido como ajeno al Yo, trasformándose en un perseguidor que amenaza con destruirlo.
En Introducción del narcisismo, Freud dice que el hipocondríaco retrae las catexis de objeto y las concentra sobre el órgano que atrae su atención. Sugiere para este cuadro, cambios químicos y metabólicos en los órganos afectados.  La hipocondría aparece como el resultado de una situación narcisista infantil donde la libido y el interés están revistiendo a los órganos.
La hipocondría implica un tipo de relación persecutoria con un objeto interno ubicuo, es decir que habitualmente cambia de instalación en distintos lugares del cuerpo, provocando síntomas que generan la idea de enfermedades. Es decir que el hipocondríaco ha introyectado un objeto con características persecutorias, que hace que funciones o signos normales sean interpretados como síntomas patológicos de enfermedad.  El cuerpo, entonces, se transforma en una fuente de angustia en la medida en que está expuesto a constantes peligros de ataques insidiosos que en ocasiones obligan a controles obsesivos, y a la formación de rituales.
Un párrafo especial merece la manifestación corporal del sentimiento miedo; no me refiero aquí a la expresión de los llamados “concomitantes somáticos” del afecto, como podrían ser las palpitaciones, sudoración, síntomas digestivos, etc., sino a las secreciones hormonales que resultan responsables o desencadenantes de los síntomas; así la adrenalina, que correspondería a la hormona vinculada al miedo al objeto externo mientras que la hormona tiroidea se arrogaría la representación del  miedo al objeto interno. Si bien el paciente hipertiroideo no experimenta el sentimiento “miedo” como tal, sino que directamente éste se expresa a través del síntoma (no por casualidad la sintomatología manifiesta del enfermo con la enfermedad de Graves-Básedow, (hipertiroidismo) es asimilable a la de una persona aterrorizada).
Habitualmente todo miedo manifiesto encubre o expresa otros miedos subyacentes: el miedo a la enfermedad puede indicar el miedo al sufrimiento o el miedo a la muerte; el miedo a la vejez es el miedo a la decadencia, a la decrepitud, a la dependencia, a la soledad o a la muerte; el miedo a la muerte, ya lo decía Freud, encubre  el miedo a la castración. Sin embargo, el miedo a la muerte debe ser también tomado en su sentido manifiesto.
Un temor asociado al miedo a la enfermedad es la iatrofobia, miedo a los médicos, basado en el supuesto de que “los médicos enferman”, cuando en realidad son quienes rompen la negación de la enfermedad o los que ponen de manifiesto las enfermedades latentes. Comentaba alguien luego de haber visto a su médico: -“Uno concurre sano a la consulta y el médico siempre le descubre alguna enfermedad”. Sin embargo, uno debería preguntarse por qué habría ido a la consulta si estaba supuestamente sano.
Y hablando de médicos: Un miedo bastante común entre los médicos es el miedo a estar enfermo. Para los médicos, los pacientes “son los otros”. Tener que ubicarse en el lugar de paciente es difícil para el médico, es perder la omnipotencia, estar “del otro lado del mostrador”, y experimentar el sentimiento de tener que “someterse” a las decisiones del colega tratante. Otro miedo sumamente común entre los estudiantes de medicina y los de psicología es lo que he llamado la “hipocondría elaborativa o del aprendizaje”. Cuando el estudiante de medicina cursa semiología o estudia patología médica, tiende a experimentar en carne propia todos los síntomas de las enfermedades que estudia, de la misma manera que el estudiante de psicología lo hace al estudiar psicopatología.
Resulta paradójico que en toda cátedra de clínica médica se enseña que no hay enfermedades sino enfermos, pero se enseña a curar enfermedades y no a tratar personas enfermas.
En relación con la prevención, resulta importante señalar que es muy difícil realizar una campaña de  profilaxis sin generar algún grado de hipocondría. Es preciso tener algo de miedo a la enfermedad para cuidarse de ella. En todo caso, dependerá del grado del temor, que puede oscilar entre el cuidado “normal” preventivo hasta la fobia patológica, lo que habitualmente tiene un carácter de ecuación personal. Sin embargo, no se puede descartar la importancia que tiene la diagramación y métodos de la campaña, que puede tener un claro sesgo de violencia que estimula  reacciones francamente persecutorias.
En algunos casos se ha observado que campañas claramente terroríficas pueden generar efectos contrarios a los buscados.
Contrariamente en apariencia a la actitud evitativa, actualmente muchos pacientes llegan a la consulta médica con igual o mayor o más actualizada información que el propio médico, información recogida en Internet, aunque nada asegura que la misma sea rigurosamente científica, dada la heterogeneidad de las fuentes. Esta información puede, según el caso, incrementar la angustia o bien crear tranquilidad.
Una fobia muy extendida es el miedo al cáncer (cáncerofobia) que lleva a evitar mencionar su nombre o designarla mediante eufemismos por el temor mágico a que nombrarla sea invocarla, atraerla, hacerla presente, determinando un verdadero tabú. Otro tanto sucede con el SIDA. Muchas veces estos miedos tienen un sentido de sugestión cuando el sujeto ha escuchado de algún caso cercano.
Merece que nos detengamos en la situación tan habitual en que tras la queja del paciente por su padecimiento, el médico concluye en que “no tiene nada”. En su sentido manifiesto, el médico se estría refiriendo, con un criterio puramente organicista,  a que el paciente “no tiene ninguna enfermedad orgánica”. Este pronunciamiento alivia por breve tiempo al paciente, que prontamente acude a otra consulta con otro profesional, esperando que le encuentre “algo”, que curiosamente lo tranquiliza. Es que ese “algo” le da sentido a sus sensaciones, lo reasegura de que “no está loco”, y sobretodo, y esto puede ser su sentido más profundo, que no está tan vacío, desmintiendo que “él no tiene nada”, que no es capaz ni de hacer una enfermedad  “como la gente”, lo que implicaría la humillación de no poder crear o materializar algo. Así, el diagnóstico del médico de que “no tiene nada” tiene un sentido de realidad en tanto apunta a la incapacidad del paciente.
Entre las causas que generan estos estados, predominan dos: uno es la identificación con un pariente, amigo o conocido  El otro tiene su origen en experiencias tempranas, cuando el estar enfermo determinaba ciertas prebendas o ventajas secundarias, como la de mayor atención familiar, no tener que ir a la escuela, sentirse querido, cuidado y más atendido. Muchas veces la concientización de tales circunstancias ayuda a su resolución. Otras veces serán necesarias la investigación de sentimientos inconscientes de culpa.
El arte nos ofrece ejemplos que han sido tomados por autores que se han ocupado de este tema, tal el clásico de la obra de Moliere “El enfermo imaginario”, cuyo protagonista: Argón (precisamente su nombre coincide con el de un gas inerte (del  griego ‘argo’ inactivo) es aburrido, malhumorado, desconsiderado y tiránico con quienes lo rodean y lo cuidan. Sus médicos discuten sobre el origen de sus padecimientos, planteándose si son de origen hepático o esplénico; curiosamente ambos órganos (hígado y bazo) son los que ocupan ambos hipocondrios. La película “Ana y sus hermanas” de Woody Allen nos da también un ejemplo de un típico hipocondríaco. El humor que ambas obras estimula en los espectadores esconde el profundo sufrimiento de los protagonistas, el mismo que también padecen quienes sobrellevan  estas vicisitudes que en nada les ahorra el hecho de ser “imaginarias”.

En cuanto al tratamiento de estos cuadros, por supuesto dependerá de la ideología científica del terapeuta. En el caso de los terapeutas cognitivos conductuales, se tratará de desensibilizar al paciente y ayudarlo a perder el miedo a sus sensaciones corporales.
El psicoanalista buscará hacer consciente el sentido de sus miedos, su significado, por ejemplo, su relación con la culpa y el castigo, y la conexión con sus vínculos interpersonales e identificaciones. Y sobre todo, la fragilidad narcisista que puede incidir en la vivencia de permanente amenaza de la estabilidad física y psíquica.




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